viernes, 20 de junio de 2008

Aventurillas profesionales: el médico Florente.

Un día tuve que ir a un pueblo pequeño cercano a la ciudad en la que vivía hasta hace cuatro años, a ver a un cliente que no podía trasladarse a mi despacho porque estaba incapacitado para ello. Se trataba de un accidente de tráfico en el que mi cliente, recién venido de Granada, había sufrido graves lesiones en las piernas y le costaba mucho caminar, y siendo de una familia de muy pocos medios, no podía tomar un taxi hasta mi ciudad, ni ninguno de sus hijos podía llevarle.


El pueblo estaba situado a unos cuarenta kilómetros de distancia, y yo, a fin de que no me cortara el ritmo de trabajo del día, decidí ir allí a ultima hora. Como una es "profesional liberal", (y lo que yo no haga, nadie lo va a hacer y, lo que es peor, nadie lo va a pagar), al final, entre terminar un escrito, hacer unas llamadas y consultar unas sentencias, se me hicieron las nueve de la noche. Pero le había comentado al cliente que me pasaría tarde, así que no me preocupaba la tardanza.

Era invierno y, por tanto, noche ya cerrada; yo salí ufana con mi coche, tomé la autovía, pasé el puerto, tomé el desvío, luego el otro desvío... llevaba mi plano de la calle en el salpicadero para poder localizar la casa, así que, después de un par de vueltas, encontré la vivienda. Aparqué y, con los trastos de faena, me bajé del coche y me acerqué a la puerta.

Se trataba de una típica casa baja de pueblo, modesta, con la pared estucada en marrón y rejas de aluminio en las ventanas. Llamé y me abrió una niña de unos doce años, que no podía negar que era gitana, y de las guapas además. Así que entonces me ubiqué, mi cliente, con quien únicamente había hablado con él por teléfono debido a su problema de movilidad, era gitano, lo cual me exigía adoptar una serie de precauciones destinadas, fundamentalmente, a no dar una mala impresión al cliente. Los payos y los gitanos no tienen los mismos criterios para estas cosas, y para un gitano, tratar un asunto propio con un payo le genera desconfianza, y si es mujer aún más.

Me invitaron amablemente a pasar y entré en lo que debía ser la estancia principal de la vivienda, un salón grande con una gran mesa de camilla en el centro, rodeada de muchas sillas, por lo menos ocho, y cubierta con un mantel de hule. Sobre la mesa, restos propios de la vida cotidiana: una taza de café vacía, un cenicero usado, el folleto de un hipermercado.

Miré a mi alrededor con un poco de disimulo, para ubicarme en el escenario, y pude ver una cocina al fondo con la cacharrería de la reciente cena, y en una esquina del salón, una chimenea con el fuego prendido y unas trébedes para calentar o cocinar. La habitación estaba llena de personas de todas las edades: mi cliente y su mujer, estaban sentados a la mesa, en un lugar preferente en cuanto al control visual de toda la habitación. A un lado de la mesa, otra niña, esta de unos nueve años, escribía sobre un cuaderno algo que debían ser los deberes del cole. De pie, en actitud expectante hacia mí, ví a varias personas adultas, por lo menos ocho, todos ellos de edades entre veinte y cuarenta años que identifiqué como hijos de mi cliente y sus conyuges; entre sus piernas y por toda la habitación correteaban niños en número indeterminado (se movían mucho y yo tenía que concentrarme en mi cliente) unos descalzos y otros no, todos muy pequeños, con pañales o con las verguenzas al aire, pero en todo caso, armando un buen griterío infantil.

Con este vistazo somero al escenario y a la concurrencia, me dirigí directamente hacia el mayor de los presentes, que se levantó al verme acercarme. Le extendí la mano, le di las buenas noches y le llamé por su nombre. Me respondió con un "Buenas noches, señá abogá"; su voz la conocía y su acento de Granada también, así que me dí un minipunto por el acierto, aunque no era difícil. Seguidamente, y para no faltar a nadie, hice lo mismo con su mujer, y erguida me dirigí a la concurrencia para hacer un saludo general que creo que fue bien acogido.

Me invitaron a sentarme y me preguntaron que qué quería tomar... Ops, esa contingencia no la había contemplado; las condiciones de higiene de la vivienda no me convencían y no quería hacer un feo, así que, entre café y agua (que fue su oferta) elegí café por aquello de que el agua tiene que hervir.

Pasamos ya directamente a tratar del asunto que me llevaba allí; todo el mundo escuchaba en silencio y hacía de vez en cuando alguna pregunta, como si el asunto fuera un tema de todos ellos: todos escuchaban y todos opinaban. Menos, claro está, los niños que seguían por la estancia haciendo de las suyas.

Fue una conversacion de lo más normal en estos casos: yo les explico la visión del asunto, y voy preguntando algunos detalles que quizá no conozco y puedan tener interés. Los allí presentes, entre todos, hacían memoria de lo que había pasado o no. Y todo iba bien, hasta que salio el tema del médico forense: mi cliente ya tenía el informe del médico forense, se lo habían hecho en Granada. Sobre ese informe, yo tenía que cuantificar la indemnización para decirle cuánto ibamos a reclamar a la compañía aseguradora contraria. Era, por tanto, el núcleo del asunto y el motivo de que todos estuvieran tan implicados en el mismo.

En ese punto álgido de la conversación, yo me suelo encontrar muy concentrada y en tensión, porque es especialmente importante conocer la opinión del cliente y qué es lo que quiere hacer, y debo asegurarme de que comprende bien el meollo de la cuestión.

Pues así estaba yo, tan concentrada y tan seria, cuando la mujer de mi cliente decidió hablar, para decirme... "noooo, si ya le decía yo a mi marío que sería lo que el médico florente dijera..." y ¡zas! perdí la concentración y por unos segundos entré en pánico porque creí que no iba a ser capaz de controlar la sonrisa. Y no es que me haga gracia que haya personas que digan "florente" en lugar de "forense", porque creo que no todos hemos tenido la fortuna de estudiar y que la sabiduría no está necesariamente en los libros. Pero tenía tanto interés en lograr el respeto de ese clan, que nada más que pensar en que si me reía lo fastidiaría todo me provocaba una risa difícilmente contenible.

En esas situaciones, me suele pasar además, que me da por mirarme a mí misma y preguntarme... ¿qué haces tu aquí, a estas horas de la noche, metida en una casa llena de personas cuyas normas sociales son tan distintas a las de tu entorno, tomando un café a duras penas, rodeada de gente que puede ofenderse contigo si se te escapa la risa en este momento?... Me meto en unos lios... Hice un esfuerzo como pocos he hecho en mi vida para no reirme, y pronuncié yo una frase con la palabra "forense" por si alguen tomaba nota, pero en vista de que insistían en ponerle ese apodo, tuve que optar por evitar la palabrita, no fuera a ser que pensaran que era yo quien no sabía decirla, porque ¿qué clase de abogada no sabe pronunciar bien médico "florente"?.

Conseguí salir del trance de la hilaridad peligrosa y volver a centrarme en el tema, esta vez añadiendo un especial cuidado a no ponerle apellido alguno al médico, y concluí la visita. El asunto salió bien, finalmente el hombre cobró la indemnización que le correspondía según indicaba el informe del médico... ya no se si es forense o florente... dejémoslo en el médico del Instituto de Medicina Legal.

Y ahora, cada vez que tengo que hacer un escrito haciendo referencia al médico forense o pronunciarlo en sala, incluso al escribir este post, me acuerdo de aquello y no puedo evitar que, al menos una de las comisuras de mi boca, se entorne un poco hacia arriba, en media leve sonrisa. Y aunque de mi boca salgan las palbras "médico forense", en realidad, en mi cabeza el eco que resuena es el de "médico florente".

2 comentarios:

israel dijo...

Ay que risa, y lo digo de buena fuete porque muy cerca de mi casa viven unos cuantos gitanos, incluso en mi edificio, al lado de mí vien una familia, son la leche, muy suyos, con sus normas, hay de todos, mejoresy peores, comos los payos, los japoneses y los americanos, de todo hay buenos y malos.

Éstos que te digo tienen 4 hijos, dos muy pequeños y tan distintos que parecen Caín y Abel.
El "bueno" me encanta, es graciosísimo, tiene unas salidas muy buenas por su forma de "nomenclaturar" las cosas, he tenido conversaciones surrealistas, recuerdo que una vez estaba sacando a los perros y el estaba por ahí y se vino conmigo y hablando le comenté que a mi perra la habíamos recogido de la calle a lo que él me respondió..."ah, era una puta!..."...yo me quedé a cuadros....

Sus padres son bastantes buenos aunque uno sabe qué debe y no debe hacer con ellos, si tienes un problema entonces lo tienes mal...

Así que eres abogada no???

Tienes que contar más historias de "aventuras profeionales"...

Maribel dijo...

Qué bueno!... vaya nomenclátor el del chaval... Si es que de todo hay. Yo tuve bastante contacto con personas gitanas a través de un novio que tuve muchos años, de Cádiz, donde tienen mucho predicamento en muchas áreas. Y desde luego, lo que sé de ellos es que se puede meter la pata sin que un payo sepa por qué... Su código es diferente y, creo yo, muy interesante.